José Luis Pérez de Arteaga y Mahler

Mahler empezó a trabajar en lo que sería su Segunda Sinfonía en 1887, cuando se ocupaba en Leipzig del «rescate» de la ópera Los tres Pintos de Carl Maria Van Weber. Por entonces, el músico, al igual que ocurriera con su Primera Sinfonía —todavía no estrenada por esas fechas, y repasando aún el artista el manuscrito de tal obra—, concebía su nueva creación como página más afincada en el terreno del poema sinfónico que en el de la Sinfonía propiamente dicha. En 1888, Mahler pasó a ocuparse de la dirección de la Ópera de Budapest, ciudad en la que permanecería hasta 1891 y en la que daría a conocer su «Titán» en 1889.

Como sabemos por la previa sección biográfica, desde abril del 91 Mahler se responsabiliza, como primer Kapellmeister, del Teatro Municipal de Hamburgo, que regenta como Intendente Bernhard Pollini (Bernhard Baruch Pohl de nombre real). El primer día de abril, Mahler dirige en su nuevo teatro una representación del Sigfrido wagneriano que provoca una entusiasta, encendida reacción de la crítica y una no menos triunfal recepción por parte de la audiencia, que vitorea al nuevo director. Ese día se halla en el teatro un espectador particularmente enfervorizado por el espectáculo, hasta el punto de escribir, pocos días después, una carta a su hija en estos términos: «Hamburgo tiene, desde ahora, un director de ópera de primera clase, Gustav Mahler, un judío de Budapest (sic) serio y enérgico, que, en mi opinión, está a la altura de los más grandes maestros». El autor de este encomiástico texto se llamaba Hans von Bülow, y ocho años antes había despedido al joven Mahler de su hotel de Kassel, sin dignarse recibirle, como igualmente se ha relatado en la primera parte de este volumen.

Bülow había ofrecido en ese mismo año 1887 un ciclo de óperas mozartianas en el Teatro de Hamburgo, y había comandado en el mismo teatro la primera representación de la Carmen de Bizet: el antiguo pionero de las obras wagnerianas, en esas fechas vinculado a la línea estética propugnada por Brahms y Joachim, mantenía un estrecho contacto con Hamburgo a través de la ópera y de los conciertos sinfónicos de abono, actividad que el afamado artista repartía entre Berlín y la villa homónima, tras haber cedido en 1885 la dirección de la Orquesta de Meiningen —con la que Mahler lo había visto por vez primera en Kassel— a su protegido Richard Strauss. Resulta evidente que Bülow no relacionaba al nuevo, brillante titular de la Ópera de Hamburgo con el novato «segundo Kapellmeister» que le escribiera, tan apasionada como ingenuamente, en los días de sus conciertos en Kassel, pero lo cierto es que Mahler vio cerrarse en Hamburgo las viejas heridas que la actitud despreciativa del famoso maestro le produjeran, ya que el veterano artista —contaba entonces sesenta y un años— no dejó de manifestarle, hasta su muerte, el más dedicado elogio en lo interpretativo —llegaría a llamarle «el Pigmalión de la Ópera de Hamburgo»—, aunque no en lo creativo.

Recordemos, igualmente, que Mahler, animado sin duda por el entusiasmo del Bülow hacia su labor directorial, le rogó autorización para mostrarle algunas de sus partituras; la reacción de Bülow ante la interpretación que el propio Mahler efectuó al piano de su «Totenfeier» —un día llamado a ser primer movimiento de la nueva Sinfonía, entonces sólo poema sinfónico autónomo— resultó, como sabemos, algo más que negativa. Al término de la «sesión», el comentario de Bülow, tras un embarazoso silencio, fue éste: «Si lo que acabo de oír es música, debe ser que no entiendo nada sobre este arte: “Tristán” es una Sinfonía de Haydn al lado de esto». Desesperanzado, Mahler escribió, en octubre, a Richard Strauss: «Hace una semana, Bülow casi se murió mientras interpretaba mis obras para él. Usted nunca ha experimentado algo así, y no puede comprender que uno termine por perder la fe».

De otra parte, Mahler procuraba estar al corriente del devenir de la forma que, en esos días, parecía llamada a gozar del mayor afecto del público, el poema sinfónico. En enero de 1892 escribió a su hermano Otto pidiéndole detalles acerca del estreno en Viena del Don Juan straussiano. Acaso excitado por la reacción derivada de dicho concierto, se volcó nuevamente en la composición, aunque haciendo una pausa en la obra que ya se perfilaba como Sinfonía, para completar en apenas un mes cinco canciones sobre textos del Knaben Wunderhorn, a las que dio el título genérico de Humoresken.

A principios del 94, Mahler obtuvo uno de sus más señalados éxitos en la ciudad con La novia vendida, de Smetana: la preparación de esta pieza le permitió trabajar intensamente con la excelente soprano Bertha Laureter y con su marido, el compositor checo Forster. Éste sería, desde el principio de su amistad con Mahler, uno de los más fervientes defensores de su música; de hecho, Forster dio al artista la oportunidad de vivir «del revés» la anécdota acaecida con Bülow: enfrascado un día de conversación con Forster, terminó por tomar asiento ante el piano, tocando para su colega la reducción pianística del «Totenfeier». Al concluir la interpretación, el músico checo, incapaz de articular palabra y visiblemente afectado, se limitó a estrechar la mano de Mahler: conmovido el propio creador, narró a Forster cuán diferente efecto había causado esta música a Hans von Bülow. Precisamente en esos días, el respetado Bülow sufría un colapso en la terraza de su hotel en El Cairo a donde había acudido por motivos de salud, aconsejado por Richard Strauss a causa del clima favorable. El 11 de febrero Bülow falleció en la capital egipcia a consecuencia de un tumor cerebral.

El 26 de febrero se celebró en Hamburgo un concierto dedicado a su memoria; inicialmente se ofreció la dirección del mismo a Richard Strauss; pero éste declinó el honor, ya que no quería indisponerse con Cósima Wagner, que había sido la primera esposa del fallecido director de orquesta. Por ello, Mahler asumió la dirección, para interpretar una Sinfonía Heroica de Beethoven, que el crítico Sittard calificaría como «enteramente digna del desaparecido maestro».

El 29 de marzo de 1894, en la Michaeliskirche de Hamburgo, tuvieron lugar las honras fúnebres de Bülow: el coro de la iglesia interpretó fragmentos de La Pasión según San Mateo de Bach, del Requiem Alemán de Brahms, y varios corales: el último de estos, seguramente en la versión cantada de Karl Heinrich Graun, fue el «Auferstehn» («Resucitarás») del poeta Friedrich Kloppstock. A la salida del templo, Mahler, que había estado presente en la ceremonia, dirigió con la orquesta de la Ópera —al pasar el cortejo mortuorio ante el edificio— la «Marcha fúnebre» de El ocaso de los dioses de Wagner. La audición del coral de Klopstock iba a tener una trascendental repercusión en la Sinfonía que entonces ocupaba a Mahler, y cuyo final no conseguía diseñar, hecho que había comentado a Forster: éste había asistido igualmente al servicio funerario de la Michaeliskirche, y por la tarde acudió a visitar a Mahler; nada más ver a Forster, Mahler le dijo: «¡Ya lo tengo!», contestando el músico checo: «Lo sé, “Auferstehn”…». Por asombroso que pudiera parecer, los dos habían tenido la misma idea, que el himno de Kloppstock era el único final posible de la compleja partitura.

Mahler, posteriormente, resumiría dicha impresión en sus propias palabras: «Cuando Bülow murió, asistí a su servicio fúnebre. El estado de ánimo en que me encontraba, pensando en el difunto, correspondía exactamente al de la obra que me preocupaba sin descanso. En un momento dado, el coro entonó la oda de Kloppstock “Resurrección”. Yo me sentí iluminado. Todo se hizo claro para mí. Sólo me restaba transportar a la música esta experiencia».

Pocas obras de arte pueden presumir de tener un libro consagrado a ellas, en exclusiva: la Segunda mahleriana es una de esas obras, porque a la partitura y a las circunstancias de su composición dedicó Theodor Reik su obra literaria The Haunting Melody[40]. El profesor Rof Carballo glosó entre nosotros el interés periodístico-médico-musical de esta amena y apasionante composición de «psicoanálisis musical», como el propio autor subtitulaba a su obra.

Establece Reik un itinerario psicológico entre la creación de la Sinfonía y la relación de Mahler con Hans von Bülow. Éste, figura de características «paternas», escucha el primer movimiento de la pieza y queda asustado, rechazando «esa música»; es como si el «padre» hubiera negado al «hijo» la posibilidad de ser compositor —y ha de observarse que Reik, al redactar su libro, desconocía el incidente previo de Kassel, con la carta de Mahler a Bülow—. Mahler, en su subconsciente, habría podido decir: «Seré compositor a pesar de ti, y mi Sinfonía se completará y conocerá el éxito». Cuando Bülow muere, y Mahler se halla precisamente estancado en el Finale de su obra, el servicio fúnebre en la Michaeliskirche le «revela» el camino a seguir.

El «padre» ha muerto, el «hijo» asiste a su «celebración de la muerte» («Totenfeier) o “exequias”, y el subconsciente pronuncia la nueva enunciación: “Porque tú has muerto —o gracias a tu muerte—, yo acabaré mi obra y será una pieza maestra”. Tal es la sugestiva hipótesis de Reik.

El primer movimiento de la obra, «Allegro Moderato», se corresponde con el revisado poema sinfónico original cuyo título era «Totenfeier» («Ritos de la muerte»). Constantin Floros ha señalado la importancia que el «programa» tiene en esta Segunda Sinfonía. Aunque a partir de 1901, Mahler decide prescindir por completo de toda indicación literaria respecto al contenido de sus obras, no deja de ser cierto que las cuatro primeras Sinfonías, sobre todo la Segunda y la Tercera, han nacido a partir de un programa muy determinado. Floros cita una carta enviada por el compositor a su esposa, Alma Maria Schindler, en la cual expone las líneas maestras de cada movimiento. Concretamente dice Mahler del Allegro inicial: «Nos sentimos apenados por la muerte de una persona amada. Su vida, su lucha, sus sufrimientos e intenciones pasan, por última vez, delante de nuestros ojos. Y ahora, en estos solemnes y profundos momentos, cuando intentamos alejarnos de las distracciones de la vida cotidiana, una voz inquietante llega a nuestro corazón, una voz que no habíamos oído jamás en medio del ruido que normalmente nos circunda: ¿Qué ocurrirá ahora? ¿Qué es la vida? y ¿qué es la muerte? ¿Existe alguna continuación para nosotros? ¿Es todo esto un puro sueño, o esta vida y esta muerte tienen un significado? Y nos vemos forzados a contestar a esta pregunta si queremos seguir viviendo».

El movimiento es una gigantesca forma sonata, estructurada rítmicamente como una marcha. Sobre un trémolo en «fortissimo» de violines y violas, los violonchelos y contrabajos expanden un tema basado en cuartas descendentes de tremenda potencia y virilidad; una escala de corcheas descendentes nos lleva a un descomunal «fortissimo», apoyado por la percusión. Pocos arranques sinfónicos igualan en arrebato y capacidad de captación del oyente a esos compases iniciales de la partitura.

Tras esta sección se escucha el segundo tema, de carácter más lírico, dado en la tonalidad de Mi y confiado a las cuerdas, clarinete y trompas. Antes de iniciarse el desarrollo se produce una repetición de ambos temas, con una importante transición del primero al segundo a través del arpa. Tras estas dos melodías, el corno inglés enuncia en el número 8 de la partitura un motivo de carácter pastoril que posee entidad propia. El desarrollo tiene dos secciones, de tremenda fuerza dramática la primera, construida casi toda ella sobre el primer tema. La segunda, ampliamente gobernada por la percusión, se inicia en Mi bemol menor y parte de motivos fraccionados. En el número 20 de la partitura comienza la reexposición sobre ataques de la orquesta que, lentamente, apacigua su ímpetu inicial para confiar los temas a las cuerdas y a las trompas. Las arpas y los bajos inician la Coda en forma de marcha, a las que se unen poco después trompas, trombones y platillos, formando una equívoca sucesión de acordes mayores y menores que dejan indefinida la tonalidad por unos momentos. Una feroz escala descendente en corcheas de los instrumentos graves nos lleva irremisiblemente a un Do en «pizzicato» de las cuerdas que cierra el movimiento.

Segundo movimiento, Andante Moderato. En palabras de Mahler, debía «seguir una pausa de, al menos, cinco minutos. Después del primer tiempo, el segundo no resulta contrastado, sino inadecuado. Este movimiento interrumpe en forma indebida el curso implacable de los acontecimientos». El autor exageraba: este movimiento, aparte de ser una de las mejores páginas del autor, enlaza maravillosamente con el resto de la obra. Su función es similar a la del Adagio de la Novena beethoveniana y para Mahler es «un momento de la vida de la persona desaparecida y un recuerdo de su juventud y su perdida inocencia», con un planteamiento de estructura casi idéntica a la de Beethoven, una curiosa combinación de Rondó y Variaciones, fórmula casi permanente en los tiempos lentos de las obras de Mahler, cuya secuencia (A-B-A’-B-A’’) se abre con una sección rítmica en 3/8 para las cuerdas divisi. Una nota del arpa introduce la sección B, dominada por una cascada de violines y una bellísima frase confiada sucesivamente a flauta y clarinete. La sección final, tras un ataque de los timbales, parte de un «pizzicato» iniciado por los segundos violines, al que se unen los demás arcos. Piccolo, flauta y arpa puntean este diálogo. Punto a considerar: todo el movimiento está hecho en bonito, a lo descaradamente «mono». Y, sin embargo, el desprecio (el de Adorno en cabeza) hacia la pieza es exagerado: no es casual que el conjunto sea así, tras el tremendo Totenfeier y ante toda la morbosa ironía tímbrica del Scherzo que se avecina. No puede olvidarse cómo, en más de una ocasión, en medio del canturreo beatífico de esa melodía que habría podido envidiar Tchaikovsky, Mahler deja escaparse a los contrabajos en interrupciones alucinantes, descarnadas, ilógicas, las causas de la «inocencia perdida». Estamos ante eso que tan sensitivamente, con acierto, no sólo literario, sino psicofísico, ha llamado Federico Sopeña «misterio terrible y dulce». Más terrible y más dulce, más cálidamente desamparado parece este Andante en su final, que no quiere acceder a la tónica, que trata, en vano, solitariamente, de crear una suspensión en una Sinfonía donde no cabe la pacificación, si no es como catarsis tras la tragedia.

Dos estampidos atronadores del timbal abren el Scherzo sobre el tema de «San Antonio de Padua predicando a los peces», de las Canciones del muchacho de la Trompa Mágica, quizás uno de los más sutiles e irónicos Lieder del autor. El curso de la misma es interrumpido en tres ocasiones por llamadas conjuntas de una fanfarria de metales, respondidas por la orquesta en pleno: «El espíritu de la incredulidad de ha apoderado del hombre; contempla la confusión de las apariencias y pierde el candor de la infancia y el apoyo firme que sólo da el amor. Se desespera de sí mismo y de Dios». La primera fanfarria se produce en el número 37 de la partitura. La segunda intervención, número 39, nos lleva a un vals, número 40, tocado por la trompeta y acompañado de dos arpas. Tras reaparecer el tema de «San Antonio», el número 49 trae la tercera entrada de la fanfarria, esta vez dada por metal y percusión en pleno, que directamente conduce a una colosal explosión del ‘tutti’ orquestal, anticipo del «Juicio Final» del último movimiento. «El mundo y la vida se convierten en un barullo fantasmal. La repugnancia por todo lo existente y naciente se apodera de él con puño de hierro y le lleva a un grito de desesperación». Un glissando de las dos arpas retrotrae la acción al tema principal, que extingue la pieza en una atmósfera inquietante.

El cuarto movimiento, «Urlicht» («Luz prístina»), es una trascripción textual del Lied del mismo título de las Canciones del Muchacho de la Trompa Mágica, para voz de contralto y acompañamiento de cuerdas, arpa y madera, con levísimas prestaciones del viento-metal: «La luz conmovedora de la fe inocente resuena en nuestros oídos: ¡Yo pertenezco a Dios!». Es una canción transparente, etéreamente instrumentada y que contrasta singularmente con los tiempos que la flanquean.

Antes de adentrarnos en el quinto movimiento, conviene hacer una recapitulación del material instrumental que Mahler precisa para el mismo. Es éste: cuatro flautas (dos piccolos), cuatro oboes (dos cornos ingleses), tres clarinetes en Si, dos clarinetes en Mi bemol, un clarinete bajo, tres fagotes, un contrafagot, seis trompas y seis trompetas en Fa, cuatro trombones y tuba, platillos, bombo, gong, tres timbales, campanólogo, redoble, platos suspendidos, campanas tubulares, órgano, dos arpas y las cuerdas habituales; aparte de esto, «en la distancia», Mahler prescribe otra orquesta con cuatro trompas en Fa, cuatro trompetas en la misma tonalidad, triángulo, platillos, bombo y tres timbales.

«Nos enfrentamos una vez más a todas las preguntas trascendentales y a la conclusión del final del primer movimiento», escribe Mahler. El movimiento se inicia con un arranque de los contrabajos, tras el cual se produce una explosión, idéntica a la sobrevenida en las postrimerías del tercer movimiento («se oye la voz que grita: “se acerca en fin de todo lo viviente. El Juicio Final se anuncia y el terrible horror del día de los días llega”»), dominada por rugidos de los metales, feroces ataques de los timbales y arpegios ascendentes y descendentes del arpa y las cuerdas. Lentamente, la tormenta se apacigua, pero enseguida «retumban los truenos, el final de todas las cosas vivas se avecina, el juicio final está sobre nosotros y todo el terror de ese Día entre los días nos atenaza; la tierra tiembla, las tumbas se abren, los muertos se levantan y avanzan en procesión interminable. Los grandes y los pobres de la Tierra, los ricos y los mendigos, los sabios y los ignorantes, todos van juntos, gritando piedad y emitiendo gemidos de tristeza que conmueven nuestros oídos. Las voces implorantes aumentan más y más de modo terrible y nuestros sentidos son conscientes de que el Espíritu Eterno se aproxima», todo esto en palabras del propio Mahler. Las seis trompas dejan oír un tema al unísono relacionado con la idea de la resurrección. Son contestadas por los glissandi del arpa. Una trompa, a solo, expone un meditativo tema y el oboe lo contesta con una lírica cantilena. Intervienen en escala descendente los instrumentos de madera sobre un fondo en pianissimo del timbal. Se hace un silencio. El viento-madera expone en blancas las cuatro primeras notas del Dies Irae medieval; tras él, los violines introducen el tema del Auferstehn (Resucitarás) de los coros. El trombón se superpone a la cuerda. Intervenciones en diálogo de trompa, oboe y corno inglés; más tarde, el primer fagot inicia una peroración en la que es sucedido por el clarinete y la flauta. Los segundos violines, acompañados por los bajos trazan un trémolo sobre el cual flauta y corno inglés entonan el tema del O glaube (Ten confianza) que cantará la contralto. Una frase de la flauta en su región más aguda conduce a un «forte» presidido por las trompas. Nuevos trémolos de las cuerdas y nuevo silencio. De modo solemne, contrafagot, trombones y tubas entonan en coral el motivo del Dies Irae, aumentando progresivamente su intensidad. Violas y violonchelos responden en «pizzicato»; los violines, sobre un levísimo chasquido de un platillo sobre otro, mantienen una nota de pedal. Por fin, el coral de los metales desemboca en un monumental «crescendo» con un bellísimo y desesperado ataque de los violines. A éstos se añaden diseños ascendentes de la flauta y escalas del arpa, sobre llamadas poderosas de trompas y trompetas. Poco después el arpa evoca seis notas graves y tras ellas, sobre fondo del gong, la percusión en pleno abre paso a un nuevo tema de trompetas y trombones. Las cuerdas inician una marcha en «staccato», a la que se unen el resto de los instrumentos.

El tema del Dies Irae reaparece en los instrumentos de madera y una terrible convulsión, en el número 20, lanza todas las familias de instrumentos a una huida desesperada. Se inicia aquí la sección denominada por Mahler «La Gran Llamada»: «Las trompetas del Apocalipsis resuenan; en el inquieto silencio acertamos a oír el lejano canto de un ruiseñor (solo de la flauta en medio de las intervenciones de la orquesta en la distancia), último eco de la vida terrena. Un coro de santos y bienaventurados se escucha quedamente: “resucitarás, sí, resucitarás”; ¡aparece la Gloria de Dios! una luz maravillosa llena nuestros corazones, todo está ya bendito. Y, atención, no hay Juicio, no hay pecadores, no hay justos, no hay grandes ni humildes, no hay castigos ni recompensas. Un glorioso sentido del amor nos penetra con el conocimiento de sabernos salvados». Las palabras del propio Mahler son más informativas que cualquier otra manifestación sobre el contenido del magnífico Finale de la Sinfonía. Sí hay un dato formal que resulta revelador: la Resurrección, como realidad, como hecho (pero hecho de futuro, nunca inmediato) a través de una muerte ante la que el hombre se rebela, no se produce en un clima de aullidos, de griterío, sino casi en silencio. La entrada del coro, en un ‘pianissimo’ casi inaudible (al que Mahler volverá al iniciar la ascensión final del «Chorus Mysticus» en la Octava Sinfonía), no sólo es un hallazgo tímbrico de primera categoría, sino una manifestación de intuición religiosa que se está dando literalmente de bofetadas con todas las Misas de Difuntos del siglo XIX. Es muy importante esta trascendentalización vivificante del «después» de la muerte dentro del ciclo de Mahler; porque ese recorrido «a posteriori» de la extinción terrena, volverá a darse, pero con un matiz: el elemento diferenciador entre las dos vidas (la de aquí y la de allá). La muerte como separación, está aún muy lejos del ánimo de Mahler en la presente obra. El esquema, de otra parte, es simplísimo: doble presentación (con intermedios instrumentales) del coral Auferstehn (Resucitarás) por el coro y la soprano, el hermosísimo solo de la contralto O glaube (Ten confianza), repetida la melodía por la soprano, la magistral modulación del coro a Mi bemol mayor y, por fin, la ascensión en «crescendo» dinámico, grandioso (pero no grandilocuente), iniciada por los solistas, secundada por el coro y culminada por la orquesta, añadidos repiques de campana y trepidantes pedales del órgano, siempre en un Mi bemol mayor perfecto, luminoso por la sobriedad de la armonía en contraste con el aparato orquestal.

Mahler añadió al texto de Kloppstock un verso propio, altamente representativo de su filosofía: «Yo moriré para vivir», una idea que no dejaba de ser concomitante con aquella otra conocida frase del compositor: «Mi tiempo aún está por llegar».

José Luis Pérez de Arteaga: Mahler, 2007.

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